martes, 9 de septiembre de 2008

La vuelta al mundo de un novelista

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Soy un seguidor habitual de todos los documentales que se puedan ver en la tele. Hace años, los "míticos documentales de la dos" era de lo poco que uno podía ver. Pero con el tiempo, los canales digitales nos han abierto un abanico muy amplio sobre esta temática.
En general soy de los que dice "odio la tele". Pero claro, del dicho al hecho... la cuestión es que si uno suma las horas semanales que gasta en planchar el sillón y mirar -hasta que el cuello se queda rígido y nos damos cuenta de que debemos girarlo- de frente sin mover apenas los párpados, es un montón de tiempo gastado. Así que intento que, al menos, sea productivo.
Odio los reality shows. Primero porque es una idea importada, de sociedades a las que desgraciadamente cada vez nos parecemos más (yo las llamo sociedades tipo Nike, es decir, a imagen y semejanza de los USA) pero a las que nunca nos debimos parecer tanto. Perdimos nuestra idiosincrasia, perdimos nuestra personalidad, los bares, las tapas, las tertulias, los paseos, y ahora solo llenamos centros comerciales como hormigas alimentando a la madre reina, engordandola hasta que su volumen nos multiplica por mil. Así somos, enriqueciendo a las grandes fortunas, como sumisos estúpidos. como modernos esclavos. Pero bueno, allá cada cuál, a mi me tienen que llevar esposado a una gran superficie.
Todo eso era para decir que paso de la televisión espectáculo, sobre todo cuando lo que hace es explotar la miseria y la ridiculez humana, hasta convertirnos en maniquíes de escaparate a los que cualquiera puede observar durante horas sin que el maniquí se sienta incómodo: simplemente porque no es humano, es un trozo de cartón piedra.
Soy partidario de los documentales, como ya dije en WOW, un post del mes de julio en el que elogiaba la enorme labor que Carl Sagan y David Attenborough habían hecho en el mundo de los documentales, uno del universo, el otro de la naturaleza.
Y mientras que los documentales tienen el soporte de la imagen y de la palabra para enseñarnos el mundo, un novelista solo tiene la palabra escrita. Pero es capaz de hacernos ver las cosas mediante descripciones precisas y detalladas. Eso hizo Vicente Blasco Ibáñez en su novela "La vuelta al mundo de un novelista" (quizá no demasiado conocida, pues lo que más se conoce de este autor es su "saga" valenciana: "La Barraca", "Cañas y Barro", "Entre Naranjos", "Arroz y Tartana"... algunas convertidas en series de televisión con gran éxito).
Actualmente, y gracias a esos documentales magníficos que nos enseñan el mundo, cualquiera puede ser un viajero mental y conocer China, Tailandia, una isla del Pacífico o del Índico o cualquier país americano, mediante imágenes y la visión de como se desenvuelven sus habitantes, como viven, cuáles son sus inquietudes, sus creencias, qué comen, como trabajan. Y otros muchos tienen la fortuna de viajar y verlo en vivo -aquí hago el inciso de que la mayoría de la gente que se puede permitir viajar, cae en los tópicos de la playita del Caribe, cuando solo hay que ir a Almería para disfrutar de magníficas playas...-.
Blasco Ibáñez me hizo conocer el mundo, los continentes, las tierras, las gentes, las costumbres, los modos de vida, los temores y dificultades, también los sueños... de seres humanos de otros lugares, tan solo mediante palabras, sin apoyo de imágenes. Pero lo vi tan real que apenas noto diferencia con los documentales tan profusamente ilustrados que hay en la actualidad. Y es que la palabra y la imaginación son una fuente de conocimiento y vivencia tan válidas como la imagen, sobre todo si proceden de la pluma de un novelista con una descriptiva privilegiada.
Desde Pekin a Manhattan, desde el norte de África hasta las islas del Pacífico, Blasco Ibáñez nos invita como pasajeros en su crucero de vuelta al mundo. Una gozada.
Merece la pena leer ese libro, casi 700 páginas de letra menuda con toda la experiencia de un viajero extraordinario.