domingo, 28 de septiembre de 2008

El viaje

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Recordaba vagamente el camino, del año anterior. Aquella sabana con la hierba de color pajizo, agostada por el calor, los pocos árboles como pintados en el horizonte, y el sol, siempre el sol allá arriba haciéndonos muy difícil el viaje.

Algunos otros grupos se desplazaban con nosotros, aunque parecía que cada uno siguiera una ruta diferente, podíamos vernos pero manteníamos las distancias. El polvo que levantaban las comitivas anunciaba, en la lejanía, nuestra presencia.

África en esta época del año es un lugar duro. Asi que buscar agua y alimento es la única garantía de poder seguir vivos. Es mi tierra, es mi familia la que se desplaza a mi lado, y eso me da fuerzas. Amo esta tierra, como amo a mis hermanas y hermanos. Amo a mi madre. De mi padre apenas tengo recuerdos, pero seguro que fue un buen padre.

Inesperadamente comienzo a sentir agitación en mi grupo. No puedo ver bien qué ocurre, hay demasiados delante de mi. Pero el aire toma un matiz de humedad que no habíamos sentido antes. Huele diferente, la presencia del río se va haciendo cada vez más notable.

De pronto es como si todos me empujaran. Nuestro grupo ha formado una montonera, y siento que me resulta difícil estar de pie sin caerme. Delante de mi, un pequeño talud de tierra. El río está allá abajo.

Unos ojos se cruzan con mi mirada. Asoman saliendo desde debajo del agua. Puedo reconocerlos: son los ojos del asesino de mi padre. Un montón de imágenes de un río enturbiado de agitación, barro y sangre, pasan por delante de mi. Pero no es mi imaginación, es que volvía a ocurrir, como cada año. Salto el talud con los ojos cerrados, y aquél animal con fauces monstruosas intenta atraparme una pata, pero creo que es la fuerza de mi padre la que me empujó en el momento justo.

Por tercer año en mi vida, consigo llegar a la otra orilla. Corro sin mirar hacia atrás.