Entré en mi habitación, sabiendo que allí no estaba. La conocía demasiado bien como para poder admitir que aún me tenía alguna sorpresa reservada.
Quizá lo hice porque era el espacio donde más fácil me resultaba pensar. Y mientras, iba analizando lo que veía, dándome cuenta de que mi valoración era acertada: allí no estaba.
Solo con mirar hacia la ventana, la cuestión parecía zanjada. Ahora tengo un estore moderno, una persiana enrollable que llega justo hasta el marco inferior de la ventana, sin necesidad de colgar hasta el suelo y taparlo todo. Y por entonces, en mi casa anterior, estaban esas cortinas gruesas que recogían el olor a humedad de la habitación, cortinas que por otra parte apenas eran necesarias, porque más que no dejar entrar la luz, no dejaban entrar la oscuridad...
Mi cama ahora era informal pero acogedora. Una cama sin cabecero con un colchón de esos que te venden por la tele y que pagas durante años, pero que al menos no te agrede cuando tratas de dormir. Y cubriéndola, ese edredón nórdico tan suave, de colores claros. Aquella cama de entonces no era igual. El cabecero de madera pintada con esos dos pináculos laterales de dudoso buen gusto, el colchón de muelles con el que mi cuerpo no se entendió nunca bien, y aquella colcha estampada que a veces me producía pesadillas.
Después miré los libros. La biblioteca había aumentado de manera más que considerable. Y la mesa de trabajo... Ahí estaba el ordenador, eso tampoco lo tenía por entonces, y desde luego lo echaría mucho de menos si no lo tuviera ahora. Salí de mi habitación, con la seguridad de que era netamente mejor y más agradable que la que había tenido en mi anterior hogar.
Seguí recorriendo la casa, buscando en cada habitación dónde estaba aquella diferencia, aquella que me hacía sentir mayor bienestar en esa vivienda que vendí a no muy bien precio, porque en ese momento la burbuja inmobiliaria no había empezado aún a hincharse.
El salón, con el televisor plano, la cadena musical, las luces halógenas regulables, el mueble de escayola, la rinconera clara, evidentemente producía mayor confort que aquél otro con muebles clásicos oscuros y aquella televisión antigua que más parecía una pecera, de colores desvaídos. Los tapizados, la luz, las maderas, los colores. Realmente no había comparación posible, y la cuestión empezaba a resultarme ya un poco desesperante.
En la salita no entré, tan solo hice un rápido recorrido mental por ella. Es una habitación que uso como comedor y por la que nunca me he preocupado demasiado. Una mesa, unas sillas, unas estanterías y un televisor para ver las noticias mientras como precipitadamente, los pocos días que puedo hacerlo en casa. Allí no iba a encontrar nada que me proporcionara la clave de lo que andaba buscando. Es más, ahora recordaba que en mi anterior casa no tuve salita, era un pequeño dormitorio que solo tuvo esa función alguna vez que hubo invitados.
Pensar que en la cocina estuviera la diferencia parecía ya absurdo. Aquella vieja cocina que por mucho que limpiabas no parecía higiénica del todo, con la lavadora incorporada como un mueble más, y tantas bombonas de butano como para tenerle miedo, se había convertido en una cocina modular diseñada a medida, con sus electrodomésticos empotrados y que funcionaba completamente mediante energía eléctrica. No habían bombonas explosivas ni suciedad por ninguna parte, así que nada que buscar. La lavadora había desaparecido, y ahora estaba en esa terraza contigua, pequeña pero muy útil.
Cuando terminé de recorrer la casa estaba ya un poco agotado. No física, pero si mentalmente, tampoco quince años después recordaba punto por punto cada detalle de mi vivienda anterior, y me costaba cierto esfuerzo hacer cada una de las comparaciones. Pensé que sería mejor olvidar el tema, a veces las ideas o los recuerdos surgen cuando dejas de pensar en ellos. Pero desde luego me iba a seguir preocupando saber qué tuvo aquella casa que me hacía sentir mejor.
Después de esas dos inútiles horas me apetecía refrescarme un poco, también para aclarar mis ideas. Así que fui al baño a lavarme un poco la cara.
Abrí el grifo con un buen chorro de agua, cerré los ojos y me empapé abundantemente la cara, el cuello y la nuca. Palpé hacia un lado buscando una toalla, aún con los ojos cerrados. Y cuando me incorporé de la postura encorvada del lavabo, abrí los ojos y vi mi reflejo en el espejo.
Ahí, justo ahí, encontraba lo que me había llevado más de dos horas de minuciosa inspección hogareña. El espejo de mi baño antiguo era esa gran diferencia: reflejaba a un tipo mucho más joven que el que ahora, quince años después, veía en este de mi nuevo hogar.
Quizá lo hice porque era el espacio donde más fácil me resultaba pensar. Y mientras, iba analizando lo que veía, dándome cuenta de que mi valoración era acertada: allí no estaba.
Solo con mirar hacia la ventana, la cuestión parecía zanjada. Ahora tengo un estore moderno, una persiana enrollable que llega justo hasta el marco inferior de la ventana, sin necesidad de colgar hasta el suelo y taparlo todo. Y por entonces, en mi casa anterior, estaban esas cortinas gruesas que recogían el olor a humedad de la habitación, cortinas que por otra parte apenas eran necesarias, porque más que no dejar entrar la luz, no dejaban entrar la oscuridad...
Mi cama ahora era informal pero acogedora. Una cama sin cabecero con un colchón de esos que te venden por la tele y que pagas durante años, pero que al menos no te agrede cuando tratas de dormir. Y cubriéndola, ese edredón nórdico tan suave, de colores claros. Aquella cama de entonces no era igual. El cabecero de madera pintada con esos dos pináculos laterales de dudoso buen gusto, el colchón de muelles con el que mi cuerpo no se entendió nunca bien, y aquella colcha estampada que a veces me producía pesadillas.
Después miré los libros. La biblioteca había aumentado de manera más que considerable. Y la mesa de trabajo... Ahí estaba el ordenador, eso tampoco lo tenía por entonces, y desde luego lo echaría mucho de menos si no lo tuviera ahora. Salí de mi habitación, con la seguridad de que era netamente mejor y más agradable que la que había tenido en mi anterior hogar.
Seguí recorriendo la casa, buscando en cada habitación dónde estaba aquella diferencia, aquella que me hacía sentir mayor bienestar en esa vivienda que vendí a no muy bien precio, porque en ese momento la burbuja inmobiliaria no había empezado aún a hincharse.
El salón, con el televisor plano, la cadena musical, las luces halógenas regulables, el mueble de escayola, la rinconera clara, evidentemente producía mayor confort que aquél otro con muebles clásicos oscuros y aquella televisión antigua que más parecía una pecera, de colores desvaídos. Los tapizados, la luz, las maderas, los colores. Realmente no había comparación posible, y la cuestión empezaba a resultarme ya un poco desesperante.
En la salita no entré, tan solo hice un rápido recorrido mental por ella. Es una habitación que uso como comedor y por la que nunca me he preocupado demasiado. Una mesa, unas sillas, unas estanterías y un televisor para ver las noticias mientras como precipitadamente, los pocos días que puedo hacerlo en casa. Allí no iba a encontrar nada que me proporcionara la clave de lo que andaba buscando. Es más, ahora recordaba que en mi anterior casa no tuve salita, era un pequeño dormitorio que solo tuvo esa función alguna vez que hubo invitados.
Pensar que en la cocina estuviera la diferencia parecía ya absurdo. Aquella vieja cocina que por mucho que limpiabas no parecía higiénica del todo, con la lavadora incorporada como un mueble más, y tantas bombonas de butano como para tenerle miedo, se había convertido en una cocina modular diseñada a medida, con sus electrodomésticos empotrados y que funcionaba completamente mediante energía eléctrica. No habían bombonas explosivas ni suciedad por ninguna parte, así que nada que buscar. La lavadora había desaparecido, y ahora estaba en esa terraza contigua, pequeña pero muy útil.
Cuando terminé de recorrer la casa estaba ya un poco agotado. No física, pero si mentalmente, tampoco quince años después recordaba punto por punto cada detalle de mi vivienda anterior, y me costaba cierto esfuerzo hacer cada una de las comparaciones. Pensé que sería mejor olvidar el tema, a veces las ideas o los recuerdos surgen cuando dejas de pensar en ellos. Pero desde luego me iba a seguir preocupando saber qué tuvo aquella casa que me hacía sentir mejor.
Después de esas dos inútiles horas me apetecía refrescarme un poco, también para aclarar mis ideas. Así que fui al baño a lavarme un poco la cara.
Abrí el grifo con un buen chorro de agua, cerré los ojos y me empapé abundantemente la cara, el cuello y la nuca. Palpé hacia un lado buscando una toalla, aún con los ojos cerrados. Y cuando me incorporé de la postura encorvada del lavabo, abrí los ojos y vi mi reflejo en el espejo.
Ahí, justo ahí, encontraba lo que me había llevado más de dos horas de minuciosa inspección hogareña. El espejo de mi baño antiguo era esa gran diferencia: reflejaba a un tipo mucho más joven que el que ahora, quince años después, veía en este de mi nuevo hogar.
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