Mi madre murió al nacer yo. Eso marcó mi vida para siempre: nací siendo culpable.
Desde muy pequeño siempre tuve que escuchar la misma canción. Ha sido Juan, él lo rompió, él lo ha estropeado, era todo lo que pude oír durante mi vida infantil. Mi padre me odiaba, nunca lo decía pero estoy seguro de ello. Él no se daba cuenta de que yo no había matado a mi madre. Fue un accidente, y seguro que a mi me era tan necesaria como a él. Todos perdimos con aquella muerte.
De adolescente las cosas no fueron mejor. En lo estudios nunca fui bueno, aunque me esforzaba. Pero el hecho de que todos en clase me echaran la culpa de cualquier incidente, ponía a los profesores en mi contra. No valoraban mi trabajo. Me puntuaban en función de las acusaciones de los demás. Que alguien se reía en clase... "ha sido Juan", que alguien lanzaba una tiza a la profesora mientras estaba de vuelta en la pizarra... que alguien emitía un sonoro eructo... todos los dedos apuntaban hacia mi.
Terminé los estudios porque ya tenía edad para dejar el instituto. Pero en realidad no había acabado nada. Todo se conjuró para que fuera de esa manera. Todos se conjuraron para que nunca me graduara. Así que me tocaba trabajar. Pensar que podía ganar algo de dinero e independizarme parecía prometer un gran cambio en mi vida. No fue así.
Mi primer empleo fue como panadero. Me enseñaron a meter el pan en un horno eléctrico y programar el tiempo de cocción. Solo eso tenía que hacer, pero por alguna razón, un día el programador del horno se atascó y el horno siguió encendido. No me di cuenta, el pan se quemó y se produjo un pequeño incendio. Me despidieron.
Después todo iba saliendo igual. Fui mensajero, un tipo se cruzó en mi camino y provocó un accidente, aunque más tade la policía me señalara como culpable y perdiera mi licencia de ciclomotor y mi empleo. Lo intenté de camarero, pero un cliente golpeó con el codo la bandeja que llevaba, derramándola sobre unas señoras muy bien vestidas. También trabajé como mozo de almacén en una farmacia. Desaparecieron algunos medicamentos y todo apuntaba hacia mi...
Tres años después de terminar el instituto, cuando ya nadie me contrataba y mi padre no me quería en su casa, tramé algo que me liberaría de aquél sentido de culpabilidad que tuve desde el mismo instante que vi la luz. Compré un arma, un arma automática capaz de realizar quince disparos en poco menos de veinte segundos. Durante un tiempo estuve internándome en el bosque y ensayando lo que sería mi venganza. Unas sandías robadas en un huerto cercano, hacían de cabezas. Al principio me resultó desagradable, pero pronto descubrí el placer que me daba ver esos guiñapos rojos que explotaban en chorros de líquido.
La única duda que me asaltaba era si volver al restaurante de las señoras bien vestidas, a la tahona incendiada o al instituto. Me decidí por lo último. Ya no estarían los alumnos ni quizá algunos profesores que conocí, pero esa cuestión carecía de importancia.
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Me enteré de que había matado a ocho personas y herido a otras diez. La policía me detuvo allí mismo. No fui capaz de huir, me quedé sin apenas esconderme, aterrorizado, en el salón de actos, donde habían caído mis últimas víctimas.
Ahora sé que no hice bien. Lo sabía incluso antes. Pero si siento que me liberé, tomé venganza contra un mundo que me lo había negado todo desde que llegué a él. Y por fin, por una vez en mi vida, durante los 417 días que duró el proceso hasta que el tribunal me declaró culpable, he sido
presuntamente inocente.