Cortar un árbol resultaba demasiado fácil. Tiraban, a través de la maneta, de una cuerda. La sierra se ponía en marcha, y no había espécimen que se resistiera. Un solo hombre era capaz de derribar un gran ejemplar en pocos minutos.
Y si el bosque era lo suficientemente espacioso, como aquellos bosques en los que los árboles no están muy juntos y podía situarse un vehículo entre ellos, entonces todo era mucho más rápido y destructivo. Una máquina moderna era capaz de talar, descortezar y hacer piezas el tronco del más longevo de los robles, despedazando en cuestión de segundos lo que había tardado décadas en elevarse.
Por eso cuando los árboles sintieron, bajo el suelo de tierra blanda, las vibraciones de la gran máquina que se acercaba, se abrazaron todos a través de sus ramas, formando una masa vegetal tan densa e impenetrable, que en aquél bosque jamás pudo volver a entrar nada ni nadie.
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