Doctor Tarik. Me lo recomendaron como un buen oftalmólogo, y yo llevaba un tiempo teniendo problemas de visión. Así que decidí acudir a su consulta. Una consulta nada especial, el habitual tablero de letras, desde las más grandes a las más pequeñas, que al primer vistazo supe que no podría leer con claridad hasta el final. Esperaba que ese médico obrara el milagro de que, lo que parecían dos líneas formadas por minúsculos insectos, se convirtieran en letras claramente legibles.
-¿Puede leer la tercera línea? -me dijo señalándola con su dedo índice-.
-A, R, B, S, T, Z.
-¿Ve así mejor? -me preguntó después de haberme colocado esa pesada montura metálica que usan los oftalmólogos en sus graduaciones-.
-Peor -comenté mientras entornaba los ojos y adelantaba ligeramente la cabeza tratando de leer con más claridad.
-¿Y ahora? -preguntó de nuevo-.
-Sigo sin conseguir leer las últimas líneas, e incluso ahora veo alguna menos que al principio.
-A, R, B, S, T, Z.
-¿Ve así mejor? -me preguntó después de haberme colocado esa pesada montura metálica que usan los oftalmólogos en sus graduaciones-.
-Peor -comenté mientras entornaba los ojos y adelantaba ligeramente la cabeza tratando de leer con más claridad.
-¿Y ahora? -preguntó de nuevo-.
-Sigo sin conseguir leer las últimas líneas, e incluso ahora veo alguna menos que al principio.
Días más tarde fui a recoger mis gafas a la óptica. Cuando las vi me sorprendieron. Unas enormes gafas con dos cristales a cuyo través el mundo se veía diminuto y mal perfilado. Me las coloqué en la misma óptica. El empleado me preguntó:
-¿Cómo ve?.
-Mal, muy mal.
Extrañado, me hizo sentarme en un cómodo sillón, e iluminó una pantalla donde aparecían letras y números. Yo conseguía leer apenas la primera línea, de enormes caracteres sobredimensionados. Los ojos empezaron a llorarme y me quité aquellas aparatosas gafas. En ese momento miré al tablero del oculista y comencé a ver todas las letras con absoluta claridad:
-X, C, N, L, V. Esa es la sexta línea -comenté-.
-Pero bueno, su vista es extraordinaria -me dijo el asombrado óptico-.
Tras ésto, solo se me ocurrió volver a la clínica del doctor Tarik, indignado, para comentarle lo sucedido. Me pasó de nuevo a la consulta y me hizo leer, esta vez sin ningún tipo de artilugio, en un libro situado a poca distancia.
-Doctor, este libro está en árabe.
-Pero usted es árabe.
-No señor, ¿qué le hace pensar eso?.
-Bueno usted es moreno y... pensé... que era árabe, como la mayoría de mis pacientes -dijo titubeante-.
-Está bien, no necesito seguir escuchando más -contesté malhumorado, mientras que ya tenía un pie fuera de la consulta-.
-Pero usted es árabe.
-No señor, ¿qué le hace pensar eso?.
-Bueno usted es moreno y... pensé... que era árabe, como la mayoría de mis pacientes -dijo titubeante-.
-Está bien, no necesito seguir escuchando más -contesté malhumorado, mientras que ya tenía un pie fuera de la consulta-.
Su creencia de que yo leía de derecha a izquierda me había costado comprar unas inútiles gafas y asumir una terrible miopía que, en realidad, nunca había padecido más que en la imaginación de aquel perturbado doctor Tarik.
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