viernes, 30 de abril de 2010
Ráfagas con un aire familiar
Mi madre le dijo a mi tío que el abuelo estaba delirando.
Rápidamente me acerqué a su dormitorio, para ver qué le ocurría. Porque lo único que hacían los demás parientes era avisarse unos a otros. Empezaron a llamar a sobrinos, cuñados, primos, tíos, yernos y nueras. Pero nadie venía, y el pobre abuelo estaba cada vez peor.
Cuando me acerqué a su lecho —que por un instante pensé que era el de su muerte— me di cuenta de que no deliraba. Contaba historias sobre números primos, hermanos gemelos y choznos. Pero lo hacía en voz baja y poco inteligible, porque había estado bebiendo un vino de crianza joven, pensando que aquellas uvas, nietas lejanas de las de cuyo zumo bebió en su juventud, no podían hacerle mal, sino bien.
Y éstas fueron las historias que el abuelo me contó:
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